(...) Caminas adentro de ti mismo y el tenue reflejo serpeante que te conduce
no es la última mirada de tus ojos al cerrarse ni es el sol tímido golpeando tus párpados:
es un arroyo secreto, no de agua sino de latidos: llamadas, respuestas, llamadas,
hilo de claridades entre las altas yerbas y las bestias agazapadas de la conciencia a obscuras.
Sigues el rumor de tu sangre por el país desconocido que inventan tus ojos
y subes por una escalera de vidrio y agua hasta una terraza.
Hecha de la misma materia impalpable de los ecos y los tintineos,
la terraza, suspendida en el aire, es un cuadrilátero de luz, un ring magnético
que se enrolla en sí mismo, se levanta, anda y se planta en el circo del ojo,
géiser lunar, tallo de vapor, follaje de chispas, gran árbol que se enciende y apaga y enciende:
estás en el interior de los reflejos, estás en la casa de la mirada,
has cerrado los ojos y entras y sales de ti mismo a ti mismo por un puente de latidos:
EL CORAZÓN ES UN OJO.
(...)
Octavio Paz*
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